Lo que es lógico en países desarrollados resulta absurdo en el obsoleto proceso español
Obviamente, la primera obligación de los fiscales es cumplir y hacer cumplir la ley. Sin embargo, está cuajando en las fiscalías la sensación raramente unánime de que no vamos a poder cumplir una norma que nos afecta de lleno: la que desde el 7 de diciembre pretende limitar la investigación judicial de los delitos —incluidos los procesos iniciados con anterioridad— a un máximo de seis meses, que en los casos complejos pueden ampliarse a 18, prorrogables por igual tiempo.
En principio, tanto la declaración de “complejidad” como la prórroga solo pueden ser acordadas si el fiscal lo solicita, aunque “excepcionalmente” el juez puede fijar un nuevo plazo máximo sin límite alguno, a petición del fiscal o cualquiera de las partes. Como la excepcionalidad la valora el propio juez, parece obvio que el pregonado límite temporal queda descafeinado —¿mucho ruido y pocas nueces?— en aquellos supuestos en que suelen alargarse más los procesos.
En realidad, la limitación temporal tiene sentido en aquellos sistemas en que la investigación la dirige el fiscal. Sobre la base de que un ciudadano no puede ser investigado indefinidamente, y del derecho de la víctima a obtener respuesta en un tiempo razonable, el Estado pone su poder y sus medios a disposición de las acusaciones tan solo durante un tiempo determinado. En ese contexto, naturalmente corresponde al investigador justificar por qué y para qué necesita la prórroga. Y el juez, árbitro imparcial y garante de los derechos de todos, decide.
Pero lo que es lógico en el modelo de los países desarrollados resulta absurdo en el obsoleto proceso español. Empeñado en salvar la figura medieval del juez de instrucción, nuestro legislador lleva años encajando a martillazos piezas que no ajustan. He aquí un nuevo ejemplo. El juez dirige la instrucción (al tiempo que avala su legalidad, lo cual evidencia la baja calidad democrática —checks and balances— del sistema); pero, paradójicamente, es el fiscal quien debe convencerle de que necesitará más tiempo para completarla. Y no confiamos en el fiscal para pilotar la investigación, pero le permitimos abortar la del juez mediante la sencilla decisión de no pedir su prórroga. El mundo al revés.
Eso sí, la nueva ley añade que “en ningún caso” el mero transcurso de los plazos dará lugar al archivo del proceso si no concurre una causa legal de sobreseimiento. Claro que una de esas causas es que no haya pruebas suficientes del delito o su autoría; y como no existirán si no ha dado tiempo a obtenerlas, la norma queda en puro merchandisinglegal.
El motivo de inquietud de los fiscales es, sin embargo, otro. La Fiscalía General, intentando cumplir con su deber, ha ordenado revisar todas las investigaciones pendientes para ver si procede solicitar la prórroga. Pero hay un problema: es en el juzgado donde se tramitan los procesos. Es el juzgado el que cuenta con medios para gestionarlos (la increíble ratio de la fiscalía es de 0,8 funcionarios por fiscal), y es el juez quien, tras comunicarle simplemente la incoación, puede decidir, ley en mano, cuándo y cómo dar entrada al ministerio público.
El fiscal no controla ni monitoriza la instrucción. Y su sistema informático —que opera en soportes diferentes y hasta incompatibles en las distintas comunidades autónomas— no permite el acceso directo a los registros judiciales. De hecho, los sucesivos fiscales generales llevan años denunciando que ni siquiera los datos estadísticos son fiables. Faltan medios técnicos, manejabilidad de las aplicaciones, formación de quienes las utilizan y protocolos de inspección de su funcionamiento. Recursos que, a pesar de que la Constitución proclama la autonomía del ministerio fiscal, permanecen en manos del Ministerio de Justicia y las comunidades autónomas.
En esas condiciones, obligar a los fiscales a revisar todas las causas penales (en 2014 se incoaron más de cuatro millones y llegaron a término más de 600.000) sin interrumpir o perturbar seriamente el servicio que prestan puede resultar, en efecto, una tarea de imposible e inexigible ejecución.
El Consejo Fiscal advirtió de todo esto en su informe al anteproyecto de la ley que ahora entra en vigor. Por supuesto, en vano.
Y en estas condiciones nos anuncian para el 1 de enero de 2016 elpapel cero, es decir, la gestión íntegramente informatizada de todos los procesos. Nada menos.
Pero que nadie se angustie. Si todo esto sirve para airear unos cuantos titulares sobre la “eficacia” y la “celeridad” de la justicia, ¿a quién le importa lo demás?
Pedro Crespo Barquero es fiscal de Sala del Tribunal Supremo.