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Médico, profesor y ayudante de la propia Scotland Yard, así era Joseph Bell, hombre clave para desenmascarar a Jack el Destripador e inspirar a Doyle

¿Quiénes no conocen hoy las hazañas de Sherlock Holmes, el héroe detectivesco que hizo correr ríos de tinta a su creador, Arthur Conan Doyle (1859-1930), sobre sus enrevesados casos? Nacido en la festividad de Reyes de 1854, como el mejor regalo empaquetado para los lectores de medio mundo, la fecha de su muerte será ya siempre una incógnita porque así lo quiso Conan Doyle, tal vez para inmortalizarle ante la posteridad, como sin duda consiguió.

Sabemos por el propio escritor, según hizo constar en su «Estudio en escarlata», que la estatura de Holmes «sobrepasaba los seis pies –alrededor de 1,90 metros–, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante… y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución».

Entre sus excentricidades, o más bien cualidades, figuraba su asombrosa capacidad para disfrazarse sin ser reconocido, o la maestría con que tocaba su Stradivarius a horas intempestivas. Le volvían loco las galletas, casi tanto como la cocaína, a veces, y el tabaco de su pipa curvada de tres cuartos. Como apicultor era un verdadero tesoro y propinaba unos puñetazos dignos de todo un campeón del cuadrilátero. Por cierto, que la afición al boxeo la compartía con el propio Doyle, quien además era un auténtico forofo del rugby y el golf en sus años universitarios. Para más señas, Holmes residía en el número 221B de la vaporosa Baker Street, en el corazón de Londres.

Pero la nota que le distinguía de los demás detectives, convirtiéndolo en el más excelso de todos, era su gran conocimiento de la química y, sobre todo, su sorprendente capacidad de deducción para desenmascarar al asesino más escurridizo.

Tan minuciosa caracterización llegó a convencerme así de que Sherlock Holmes debía de ser necesariamente el trasunto literario de algún personaje real en el que debió de inspirarse Conan Doyle para lanzar a la fama mundial al mejor detective conocido desde finales del siglo XIX hasta hoy mismo, protagonista ahora de una nueva película estrenada en julio con el título de «Mr. Holmes», cuyo papel principal ha sido asignado esta vez al actor británico Ian McKellen.

Pues bien, esa especie de clon de Holmes en la vida real sabemos ya sin la menor duda que fue el doctor escocés Joseph Bell House (1837-1911), a quien el propio Conan Doyle conoció en la Universidad de Edimburgo mientras estudiaba medicina a sus órdenes desde la misma fecha de su ingreso, en 1876.

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Bell, o Holmes, como el lector prefiera, fue un insigne precursor de la medicina forense que puso su portentosa capacidad de observación y deducción a disposición de los sabuesos policiales de Scotland Yard. Nada absolutamente, por insignificante que resultase a simple vista, pasaba inadvertido al examen minucioso de este individuo implacable y perspicaz. Desde la forma de caminar hasta la indumentaria o el modo de expresarse y guiñar un ojo resultaban cruciales para la resolución de un crimen.

No en vano, el doctor Bell explicaba, incansable, a sus alumnos: «El estudiante debe ser amaestrado sobre cómo observar. Para interesarles en esta clase de trabajo, nosotros los profesores encontramos útil mostrar al estudiante cuánto puede descubrir un entrenado uso de la observación sobre temas ordinarios como la historia previa, la nacionalidad y la ocupación de un paciente». ¿No recuerdan acaso estas palabras a las pronunciadas por el mismísimo Sherlock Holmes a su inefable ayudante, el doctor Watson?

Por si persistiese aún alguna duda sobre el increíble parecido entre Bell y Holmes, añadiremos que la célebre muletilla del detective literario a Watson, «elemental…», solía emplearla el profesor con sus alumnos durante sus clases en la Universidad de Edimburgo.

¿Más pruebas para concluir entonces que Sherlock Holmes y Joseph Bell eran uña y carne en el ingenioso cóctel de realidad y ficción elaborado por el habilidoso barman literario Conan Doyle? El doctor Bell supo que su antiguo alumno Doyle había construido a su protagonista tomándole a él como modelo, y no dudó en prologar incluso una de sus muchas aventuras literarias. Bell era un héroe detectivesco en la vida real, como Holmes lo era en la ficción. Scotland Yard recurrió a Bell para que le ayudase a desenmascarar al célebre asesino en serie Jack el Destripador. No cabe duda de que Bell era un formidable genio de la deducción, a quien la existencia de Holmes le enorgullecía en el fondo no sólo por verse retratado en él, sino sobre todo por sentirse inmortalizado.

EL CRIMINAL QUE PUDO INSPIRAR A DOYLE

Es posible que el criminal estadounidense Adam Worth (1844-1922) inspirase a Conan Doyle en la creación del eterno enemigo de Holmes: el profesor James Moriarty. Apodado el «Napoleón del mundo criminal» por el detective de Scotland Yard Robert Anderson, Doyle lo denominó en boca de Holmes como «la araña en el centro de una gigantesca red del crimen cuyos hilos sólo él sabía mover». La mayor mente criminal de la Europa victoriana. Moriarty dirigía en la sombra un complejo sindicato internacional del crimen con la ayuda de su lugarteniente, el coronel Sebastián Moran. Este personaje moriría, junto con Holmes, tras una trágica caída por las cataratas de Reinchenbach en el río Aar, a la altura de la localidad alpina de Meiringen, en Suiza. La muerte literaria de Holmes en «El problema final» provocó un aluvión de reclamaciones por parte de los seguidores del personaje de Conan Doyle, quien debió resucitarle en «La aventura de la casa vacía».

Por José María Zavala/ Historiador.

@JMZavalaOficial

La Razón

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